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martes, noviembre 27, 2007

Un cuento más



Este es uno de mis favoritos, a ver si le hallan el por qué.


Dedicado a La ChuLe, a quien le gusta que publique cosas que no son mias.

Aunque no sé a que se deba el honor, le doy el placer de hacerlo.




Por cierto, no me lo tomes a mal, pero no te ubico ChuLe, y no puedo recordar quien eres. Anyway...


Harrison Bergeron
Kart Vonnegut Jr.


Corría el año de 2081, y por fin todos los hombres eran iguales. No eran sólo iguales ante Dios y ante la ley. Eran iguales en todos los sentidos. Ninguno era más listo que ningún otro. Ninguno era mejor parecido que ningún otro. Ninguno era ni más fuerte ni más ágil que ningún otro tampoco. Toda esta igualdad se debía a las Enmiendas números 211, 212 y 213 de la Constitución, así como a la incesante vigilancia de los agentes de la Jefa de Impedidores de los Estados Unidos.

Había ciertas cosas de la vida, sin embargo, que aún no estaban bien del todo. El mes de abril, por ejemplo, todavía sacaba de sus casillas a la gente por el simple hecho de no ser primavera. Y fue en ese viscoso mes cuando los agentes de la Jefa de Impedidores se llevaron a Harrison, el hijo de George y Hazel Bergeron, un chico de catorce años de edad.
Fue trágico, sin duda, pero George y Hazel no podían detenerse a pensar mucho en el asunto. Hazel tenía una inteligencia enteramente término medio, lo que significaba que no podía pensar en nada sino de manera repentina y breve. Y George, si bien su inteligencia superaba con mucho la normal, tenía un pequeño radio en su oreja que funcionaba como impedidor mental. Por ley, se le exigía llevarlo todo el tiempo. Estaba sintonizado con un transmisor del gobierno. Cada veinte segundos, aproximadamente, el transmisor enviaba un agudo ruido para evitar que gente como George se aprovechara injustamente de su inteligencia.

George y Hazel estaban viendo la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero por el momento había olvidado qué las causaba.
En la pantalla de televisión aparecía un grupo de bailarinas.
George sintió de pronto un zumbido en la mente. Sus pensamientos huyeron despavoridos, como bandidos ante el ruido de una alarma contra ladrones.
—Qué bonito baile, qué bonito acaban de bailar —dijo Hazel.
—¿Qué? —dijo George.
—El baile; bailaron lindo —dijo Hazel.
—Sí, dijo George. Trató de pensar un poco acerca de las bailarinas. No eran tan buenas; no bailaban mejor de lo que cualquier otra gente lo habría hecho, que no le dijeran. Estaban amarradas con pesas a modo de fajas, y les colgaban bolsas de perdigones; además, estaban enmascaradas, para que nadie, al ver un movimiento libre y gracioso o una cara bonita, se fuera a alborotar. George jugaba con la vaga idea de que quizás los bailarines deberían estar libres de impedidores. Pero no llegó lejos con su idea porque de inmediato otro ruido en el radio de su oreja disipó sus pensamientos.
George respingó. También respingaron dos de las ocho bailarinas.
Hazel lo vio respingar. Como ella no tenía impedidor mental, tuvo que preguntar a George cómo había sido el ruido que él acababa de oír.
—Sonó como si alguien estuviera dando de martillazos a una botella de leche —dijo George.
—A mí me parecería bien interesante eso de estar oye y oye tanto sonido distinto —dijo Hazel, algo envidiosa—. Se les ocurre cada cosa!
—Hmm —dijo George.
—Pero, si yo fuera la Jefa de Impedidores, ¿sabes qué haría? —dijo Hazel. Hazel, de hecho, se parecía extraordinariamente a la Jefa de Impedidores, una mujer de nombre Diana Moon Glampers—. Si yo fuera Diana Moon Glampers —dijo Hazel— los domingos enviaría puro repiqueteo de campanas; puro repiqueteo. Como en honor de la religión.
—Si fuera puro repiqueteo podría pensar —dijo George.
—Bueno; pero quizá los enviaría bien fuerte —dijo Hazel—. Creo que sería buena como Jefa de Impedidores.
—Tan buena como cualquiera —dijo George.
—¿Quién sabe mejor que yo lo que significa ser normal?—dijo Hazel.
—Eso sí —dijo George. Empezó a pensar vislumbrantemente en su hijo anormal que estaba ahora en la cárcel, su hijo Harrison, pero en eso una salva de veintiún cañonazos sonó en su mente y detuvo el pensamiento.
—Rayos —dijo Hazel—. Ese ruido sí que fue increíble, ¿no?
Tan increíble que George estaba blanco y tembloroso, y había lágrimas en los bordes de sus enrojecidos ojos. Dos de las ocho bailarinas habían sufrido un colapso y yacían en el piso del estudio, con las manos en las sienes.

-De pronto te ves todo cansado —dijo Hazel—. ¿Por qué no te acuestas en el sofá, para que tu bolsa impedidora descanse sobre los cojines, amorcito mío? — se refería a las cuarenta y siete libras de perdigón que colgaban, en una bolsa de lona, del cuello de George, con candado—. Anda, ve y descansa la bolsa un ratito —dijo ella—. No me importa si por un rato no eres igual a mí.
George pesó la bolsa con sus manos. —No me molesta —dijo—. Ya ni me doy de que la llevo encima. No es sino una parte más de mismo.

-Has estado muy cansado últimamente; como rendido —dijo Hazel—. Si pudiéramos hacerle un hoyito a la bolsa, por abajo, chiquito, y sacar aunque fuera pocas de las bolitas de plomo; sólo unas pocas. .
-Dos años de prisión y dos mil dólares de multa por cada bola que saque—dijo George—. No es ninguna ganga.
-Si pudieras sacar unas pocas cuando vienes del trabajo —dijo Hazel-Digo, tú no andas compitiendo con nadie ni nada por aquí. Nomás te sientas y ya.

-Si tratara de salirme con la mía —dijo George—, luego otros tratarían de salirse con la suya; y pronto estaríamos otra vez en la Edad Media, con todos compitiendo contra todos los demás. No te gustaría eso ¿o sí?

-Me chocaría —dijo Hazel.
-Ya ves —dijo George—. Apenas empieza la gente a hacer trampas ley, ¿qué crees que le sucede a la sociedad?

Si a Hazel no se le hubiera ocurrido una respuesta a esta pregunta, a George no habría podido proporcionarla tampoco. Una sirena hacía explosión en su mente.

-Supongo que se haría pedazos —dijo Hazel.
-¿Qué cosa se haría pedazos? —dijo George en blanco.
-La sociedad —dijo Hazel sin certidumbre—. ¿No me estabas hado de eso?
-No sé —dijo George.

El programa de televisión fue interrumpido de pronto para pasar un boletín de noticias. Al principio no era muy claro a qué se refería el boletín, pues el locutor, como todos los locutores, tenía un grave problema del habla. Durante aproximadamente medio minuto y en medio de un estado de extrema agitación, el locutor intentó decir: —Señoras y señores...

Finalmente se dio por vencido y entregó el boletín a una de las bailarinas para que ella lo leyera.
-iMuy bien! —dijo Hazel respecto al locutor—. Intentó. Eso es lo Importa. Trató de hacer todo lo posible con lo que Dios le dio. Deberían aumentarle el sueldo, por el enorme esfuerzo que hizo.

—Señoras y señores —dijo la bailarina, leyendo el boletín. Debía de ser extraordinariamente bella, pues la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil advertir que ella era la más fuerte y la más graciosa de todos los bailarines, pues las bolsas impedidoras que le colgaban eran tan grandes como las que colgarían de hombres que pesaran doscientas libras.
Y de inmediato se vio en la necesidad de pedir disculpas por su voz; era muy injusto que una mujer tuviera una voz como la de ella, y peor que la usara. Su voz era una melodía cálida, luminosa, atemporal.
—Perdonen —dijo, y empezó de nuevo a leer, dando a su voz un tono neutro que no incitara a nadie a la competencia.
—Harrison Bergeron, de catorce años de edad —dijo con graznido de grajo—, acaba de escapar de la cárcel, en donde se encontraba detenido bajo la sospecha de conspirar contra el gobierno. Es genio y atleta, tiene menos impedidores de los que debería tener, y debe considerársele extremadamente peligroso.
Se proyectó en la pantalla una fotografía de los archivos policíacos de Harrison Bergeron. Primero la proyectaron de cabeza, luego de lado, luego de cabeza una vez más y finalmente bien. La fotografía mostraba a Harrison de cuerpo entero contra un fondo graduado en pies y pulgadas. Medía siete pies exactamente.
El resto del aspecto de Harrison consistía de disfraces y ferretería. Nadie había cargado nunca impedidores más pesados. Había crecido más rápido que la imaginación de los agentes de la Jefa de Impedidores para elaborar impedidores que le quedaran bien. En vez de un pequeño radio que sirviera de impedidor mental, Harrison llevaba un inmenso par de audífonos, y anteojos con cristales gruesos y ondulantes. Los anteojos debían no sólo volverlo medio ciego sino además darle dolores de cabeza a modo de golpes.
Colgaban, por todo su cuerpo, pedazos de hierro viejo. Ordinariamente, los impedidores que se daban a la gente fuerte revelaban cierta simetría, de una nitidez militar, pero Harrison no parecía sino un basurero ambulante. En la carrera de la vida, Harrison llevaba encima trescientas libras.
Y para contrapesar la belleza de su semblante, los agentes de la Jefa de Impedidores le exigían usar todo el tiempo una pelota de hule roja sobre su nariz, así como le exigían que mantuviera sus cejas rasuradas y que cubriera sus parejos y blancos dientes con casquetes negros, para que dieran el aspecto de estar rotos y no alineados.
—Si cualquiera de ustedes viera a este chico —decía la bailarina— no traten, repito, no traten de razonar con él.

En eso se oyó el chillido de una puerta que alguien o algo separaba con violencia de sus bisagras.
Gritos y especies de ladridos de terror surgían del aparato de televisión. La fotografía de Harrison Bergeron que aparecía en la pantalla saltaba y saltaba, como si estuviera bailando al son de un terremoto.
George Bergeron identificó correctamente el tal terremoto, y cómo no lo iba a hacer cuando su propia casa en más de una ocasión había bailado al mismo estrepitoso son. —Dios mío —dijo George— ¡ése debe de ser Harrison!

Apenas se dio cuenta, el sonido de un choqué automovilístico en su mente hizo volar sus pensamientos.
Cuando George logró abrir los ojos después del estruendo en su mente, la fotografía de Harrison no aparecía más en la pantalla del televisor. En su lugar, el propio Harrison, vivo, respiraba.

Rechinante, rudo, enorme, Harrison ocupaba el centro del estudio. La perilla de la puerta desarraigada estaba aún en su mano. Bailarinas, técnicos, músicos y locutores, estaban arrodillados ante él, esperando la muerte.

—‘jSoy el Emperador! —gritaba Harnison—. ¿Me oyen? ¡Soy el El Emperador! ¡Todos deben hacer de inmediato lo que yo ordene! —dijó, pateando el piso; el estudio se sacudió.

-¡ Aun así como me ven —gritó—, estropeado, con trabas, extenuado; aún así soy mejor gobernante que cualquier hombre que jamás ha existido! ¡ Ahora vean cómo me convierto en lo que puedo convertirme!
Harrison desgarró las correas de su arnés como si fueran de papel de china mojado y no correas garantizadas para soportar cinco mil libras de peso.
Los impedidores de chatarra de Harrison cayeron estrepitosamente al suelo.

Harrison forzó sus pulgares debajo de la barra del candado que afianzaba el arnés de su cabeza. La barra chasqueó como si fuera apio. Harrison hizo pedazos sus audífonos y sus anteojos al lanzarlos contra la pared.
Arrojó su nariz redonda de hule, y reveló a un hombre que habría aterrorizado al propio Tor, dios del trueno.

“¡Ahora elegiré a mi Emperatriz! —dijo, mirando a la gente de rodillas a sus pies—. ¡Que la primera mujer que se atreva a ponerse de pié reclame su cónyuge y su trono!

Después de un momento, una bailarina se levantó, balanceándose un sauce. De la oreja de la bailarina, Harrison arrancó el impedidor mental, y de su cuerpo todos los impedidores físicos, con maravillosa delicadeza. Finalmente, le quitó la máscara.
Era deslumbrantemente bella.

—Ahora —dijo Harrison, tomando a la bailarina de la mano—, ¿mostramos a la gente el significado de la palabra danza? ¡Música! —ordenó.

Los músicos subieron a gatas a sus asientos, y Harrison los despojó de sus impedidores también. —Toquen lo mejor que puedan —les dijo—, y los haré barones y duques y condes.
Empezaron a tocar. La música al principio era normal: común, simple, falsa. Pero Harrison agarró a dos de los músicos y los zarandeó como si fueran batutas a la vez que tarareaba la música tal y como él quería que la tocaran. Y lanzó a los músicos de nuevo a sus asientos.
Empezó a sonar de nuevo la música, mucho mejor tocada que antes.
Harrison y su Emperatriz se limitaron a escuchar durante un rato: escuchaban con seriedad, como si estuvieran sincronizándola con los latidos de sus corazones. Concentraron su peso en los dedos de sus pies.
Harrison colocó sus grandes manos alrededor de la delgada cintura de la muchacha, haciéndola percibir la ingravidez de la que en unos momentos sería dueña.
Y entonces, en una explosión de alegría y gracia, ¡saltaron hacia el aire!
No sólo abandonaron las leyes de la Tierra; también las de la gravedad y del movimiento quedaron atrás.
Giraron, danzaron, oscilaron, brincaron, cabriolaron, chozparon y bailaron.
Corvetearon como venados en la luna.
El techo del estudio tenía treinta pies de alto, pero cada salto acercaba más a los bailarines a su tope.
Pronto se hizo evidente que sus intenciones eran besar el techo.
Lo besaron.
Y entonces, neutralizando la gravedad con amor y pura voluntad, permanecieron suspendidos en el aire, unas pulgadas más abajo del techo, y se besaron largamente; larguísimamente.
Fue en esos momentos cuando Diana Moon Glampers, la Jefa de Impedidores, entró al estudio con una escopeta de doble cañón y de alto calibre. Disparó dos veces, y el Emperador y la Emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó de nuevo la escopeta. La apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ajustarse de nuevo sus impedidores.
En ese instante el bulbo del aparato de televisión de los Bergeron se fundió.

Hazel volvió la mirada para comentar el apagón con George. Pero había ido a la cocina por una cerveza. George regresó con la cerveza, hizo una pausa mientras una señal impedidora lo sacudía, y luego volvió a sentarse.
-Has estado llorando? —dijo a Hazel.
-Si —dijo ella.
—Por qué motivo? —dijo él.
—Se me olvida —dijo ella—. Algo bien triste en la tele. ¡Qué era? —dijo él.
—Está todo como confuso en mi mente —dijo Hazel.
—Olvida las cosas tristes —dijo George.
—Siempre lo hago —dijo Hazel.
-Así me gusta —dijo George. Respingó. En su mente sentía el sonido de una máquina remachadora.
-¡Rayos! Acabas de oír algo increíble —dijo Hazel.
-Lo mismo digo yo —dijo George.
-¡Rayos! —dijo Hazel—. Acabas de oír algo increíble.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Graaaaaacias!!!!! aunque también me gustan las cosas de tu autoría, en este mundo constante prisa mi unico chapuzón a la cultura es tu blog, y gracias por el detalle, recuerda que por mi parte siempre estaré atenta a lo que escribas, no importa que no sepas quien sea yo XD jajajajajajajajaja

Saludos.

Atte. La ChuLe misteriosa